Manuel Ajenjo
“Cuando he procedido a expresar algún punto de vista, lo he meditado mucho; a veces en demasía, porque la experiencia me ha enseñado que soy dueña de mis palabras, pero también de mis silencios. Si una idea manifestada por mí no causa un efecto profundo, sino sólo coyuntural o mediático, ¿para qué? Dicho de otro modo, al dar por hecho que mis palabras en un contexto político tendrán una dimensión mayor a las que pudieran expresar otras mujeres, me detengo para valorar cuán debido o pertinente es expresarlas o no”.
El párrafo inaugural de la columna de hoy es una transcripción del escrito por la señora Beatriz Gutiérrez Müller, en su libro que hoy será presentado en sociedad y que este redactor leyó durante el pasado fin de semana. El libro se titula: Feminismo Silencioso.
La persona que piense que la publicación es una más de las que salen a la luz pública a principios o a finales de un sexenio con el objetivo de promover una idea política o eximir culpas está equivocada.
El libro contiene un alto nivel de erudición. Está en las antípodas de ser un libro de chismes. Si bien el volumen está escrito a través de la experiencia, los estudios y la biografía de la autora; se nota el trabajo de investigación a través de los muchos e importantes autores que cita, desde los filósofos griego —en especial Aristóteles— hasta los actuales, algunos de los cuales, lo confieso, no tenía yo la menor idea de su existencia. El primer capítulo es un completo ensayo filosófico sobre el individuo, el pensamiento, el lenguaje y la sociedad.
A lo largo de la edición se respira un aire de humanismo. Un capítulo que me apasionó, mismo del que la historiadora Gutiérrez Müller debería de escribir todo un libro sobre lo que abarca, fue el titulado Las Féminas Históricamente. Se remonta a San Pablo quien en la Carta a los Corintios advierte que las mujeres no pueden hablar en asamblea, que si algo quieren saber se lo pregunten a su marido en casa. El capítulo lo comienza con Alejandro Dumas hijo, de quien la autora consigna conceptos y frases producto de su ineluctable misoginia del escritor francés, como la de decir que todas las mujeres: “son traidoras y dominantes” y que “a la mujer adúltera no hay que perdonarla, sino matarla”.
Pero, en mi opinión, lo más atractivo del capítulo, aunque se trate de una digresión, es lo relativo a la Ley del Divorcio en nuestro país, cuyos albores se dieron durante la Convención Revolucionaria de Aguascalientes 1914, cuando comenzaba a gestarse nuestra Constitución. Doña Beatriz incluye lo dicho por el coronel convencionista Federico Cervantes a favor de la mujer: “Es común en nuestra sociedad que la mujer sea esclava, y por eso los hombres mezquinos y egoístas llamamos a la mujer mexicana la mujer más llena de virtudes de todo el mundo, porque es la mujer que menos ha comprendido su papel principal en la tierra, y porque somos los hombres que de la manera más bestial o absurda golpeamos a la mujer o la obligamos a trabajar y obedecernos”.
En ese capítulo habla, entre otras mujeres, de la periodista antagonista al régimen porfirista, Juana Belén Gutiérrez de Mendoza (1875-1942), mejor conocida como Juana Belén; “lo de Mendoza, dice la autora, es porque se casó con un señor de apellido Mendoza. Hago notar esto porque en su tiempo y aún en el nuestro, todavía hay mujeres que indican en su nombre su estado civil, algo que les es imprescindible para la vida social. Para mí no lo es.
Pero este espacio se acaba y apenas voy a la mitad de la reseña. Termino con una frase que me incitó a leer el libro: “si alguien espera encontrar en mis palabras dictados provenientes de otras bocas, lo mejor es que abandonen este libro”.
(Continuará).
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