Anitzel Díaz
“Es simplemente el cadáver de un joven presentado a su madre, dijo Darnley.
La historia más antigua del mundo, dijo Evelyn.
¿Qué es cuál?
El dolor, Temps, sólo un montón de maldito dolor”.
Este extracto del libro Naturaleza muerta de la escritora y actriz británica Sarah Winman, me llevó a una imagen poderosa y profunda. Colores deslumbrantes entre azules y rosas —con todas sus variantes— tan modernos que parece que el cuadro se pintó en la actualidad. Un embrollo de cuerpos contorsionados y manos expresivas; de miradas y rostros. De sombras sin espacios, en la obra no hay aire. Toda la superficie está ocupada por los personajes. La narrativa visual imprime mil palabras. Se trata de El Descendimiento de la cruz, retablo realizado por Pontormo para la capilla Capponi en Florencia entren los años 1525-1528.
Pontormo, Jacopo Carrucci, fue un pintor radical del renacimiento italiano, amante de la comida y un poco hipocondríaco. ''El 11 de marzo cené con Bronzino, pollo y carne de res y me sentí bien (pero es cierto que cuando él vino a buscarme a mi casa, yo estaba en cama, era ya muy tarde, me levanté, me sentí hinchado y sobrado, el tiempo era muy bello)”, escribió Jacopo en su diario al final de su vida. Sí, conoció no solo a Bronzino sino a Miguel Ángel, sí, el gran Miguel Ángel. Fue alumno de Piero di Cosimo, Andrea del Sarto y Leonardo da Vinci. Rafael y Tiziano compartieron, aunque sea por un momento, el espacio artístico durante su existencia.
Guapo, solitario, excéntrico, decían que maniático y melancólico, pero sobre todo un artista de talento excepcional, un gran dibujante y pintor. Digno descendiente de la crisis espiritual del Humanismo. De su peculiar personalidad y eterna insatisfacción Vasari, conocido como el primer historiador del arte, escribió: “Se atormentaba tanto el cerebro que daba compasión, borrando y rehaciendo hoy lo que había hecho ayer”. Vasari también nos cuenta en sus Vidas que Pontormo se encerraba en su recámara subiendo por una escalera que luego retiraba para que nadie subiera a molestarlo.
Lo de pintor lo traía de familia, quizá lo de excéntrico también. Hijo de Bartolomeo di Jacopo di Martino Carrucci, discípulo de Ghirlandaio al mismo tiempo que Miguel Ángel, que murió cuando Pontormo tenía tan solo cinco años. Pontormo se labró su propio camino y durante su vida fue muy reconocido, después la historia lo olvidaría un rato solo para ponerlo, hoy, en el lugar que merece.
Manierista por época y descripción, utilizó colores saturados, extraordinariamente vivos, dibujó figuras contorsionadas y alargadas, relató historias bíblicas. El Descendimiento de la cruz es una de las pocas obras pictóricas que han sobrevivido, dibujos hay muchos. La composición es piramidal, muy de la época. Los personajes principales están encontrados en diagonal, hay mucho dinamismo.
Hay dos bloques de color marcados por la vestimenta: uno azul, otro rosa; matices en verde y él, Jesús, tiene un color único: el gris de los labios que hablan de muerte. Hay unas figuras que ven de frente fuera del cuadro, inquietantes. La sola nube, la única, equilibra la figura superior derecha. Los tres rojos hacen un triángulo que no es centrado en la pirámide lo que le da más movimiento. Hay claramente tres líneas de personajes organizados en diferentes alturas. No hay accesorios, ni símbolos; no hacen falta. La narrativa está, los rostros se repiten ¿Autorretratos? No se sabe a ciencia cierta. La melancolía en la antigüedad era una enfermedad mental y la llamaban bilis negra lo que se traducía en lúgubre, moroso. Nostálgico. En lamento.
A Pontormo lo de genio le venía de joven, cuando Andrea di Cósimo, pintor florentino ya establecido, recibió la comisión de decorar el primer pórtico de la Plaza Annunziata en Florencia le pidió ayuda a Pontormo, quien tenía en ese momento diecinueve años. Al finalizar el encargo el joven Jacopo pidió a su maestro y mentor Andrea del Sarto, uno de los grandes artistas de la época manierista en Florencia, que viera su trabajo. Fue tal el asombro del maestro que de acuerdo con Vasari; “ya sea por envidia o por cualquier otra razón, nunca más volvió a mirar a Jacopo con buenos ojos. Por el contrario, cuando Jacopo iba de vez en cuando a su tienda, o no le abrían o los aprendices se burlaban de él de tal manera que Jacopo finalmente se marchó para siempre”.
No quería ser clásico, luchó por imponer un estilo personal, sospechaba que su talento lo justificaba todo. Sus dibujos destilan esa intensidad de su personalidad. No son simples ejercicios, son confesiones de un alma torturada. Son un rastro de su pensamiento pictórico. Analiza, estudia las poses y las emociones, como son piezas privadas encuentra seguridad en esa libertad. Un rostro, el suyo, el mismo que el de sus pinturas, se repite.
Naturaleza muerta (Still Life) —el libro que me llevó a la obra, que me llevó al pintor— lo escribió Sarah Winman y es una epístola de admiración a Florencia, al arte, a la historia, al amor en todas sus formas. Es una paleta sensorial, un viaje, una y muchas vidas. Hay que recorrerlo con los ojos abiertos y los sentidos dispuestos; “un tónico para para la pasión por los viajes y una cura para la soledad”, se lee en uno de los muchos blogs que lo han reseñado.
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