Desde niña, supe que pertenecía a ese lugar. Lo llevaba en la piel, en la mirada, en la forma en que mi abuela me enseñó a tortear. Crecí entre historias contadas al calor del fogón, entre las risas de los niños que corrían descalzos por las calles de tierra...

Sentadas a la sombra de un mezquite, que no es mucha, con el sol abrazador del mediodía, mi abuela, que lleva días sin decir palabra, suelta de pronto:
—Un día parí bajo un árbol como este.
Me enderezo y la miro fijamente.
—¿Como este? —le pregunto.
—Sí, un mezquite milenario en el cerro. Fue el tercero o el cuarto, ya ni me acuerdo —dice, encogiéndose de hombros. Tiene quince hijos, así que bien puede ser que no recuerde.
Hago silencio, quiero escucharlo todo.
—Estaba esperando a Aurelio, que había ido a recoger los animales, cuando empezaron los dolores. De esos que te parten el alma.
Se detiene un instante, parece recordar cada punzada.
—No estaba sola. Había dos o tres de los grandes, ni sé, porque uno siempre andaba medio desaparecido. Le dije: "Corre, mi niño, que ahí viene otro".
El chamaco me miró como si no entendiera y, de repente, salió disparado gritando: "¡Aurelio!".
Aurelio no apareció, pero sí Valentín, con un burro y una comadrona. Para cuando llegaron, yo ya había parido un escuincle medio vivo. Otros dos me miraban espantados. Ni sé si grité.
Luego me subieron al burro, a mí y al escuincle, y bajamos al pueblo.
—Ay, niña, ni me acuerdo de haber parido quince. ¿De quién dices que eres?
—De Lelio, abuela. Del que pariste bajo el mezquite.
—¿De Lelio, el mío o el de la María?
—Tuyo, abuela. Sí eres mi abuela.
Valentín, un hombrón grande, narigón y moreno, era el padre de Aurelio, mi abuelo, esposo de Aleja, mi abuela. Valentín salvó a mi padre (y a mi abuela) de una muerte segura. Nunca hablaba, solo aparecía cuando se le necesitaba. Nadie sabe quién fue la madre de Aurelio, mi abuelo. Un día apareció en su casa y, sin preguntar, Valentín lo hizo suyo. Luego María, la grande, la señora de Valentín, lo tomó también como propio.
Vengo de la tierra seca, de los mezquites y los nopales. De las grietas que deja el agua cuando aparece. De la guayaba dulce y llena de semillas. Soy nieta de la soledad y el abismo. Del ocaso más rojo que la lumbre. De un sueño perdido en el norte. El norte lejano que no se alcanza. De un burro jodón y un par de petates. De balas perdidas y flores de tuna. De gallinas y perros tristes. De la sed que se calma con la lluvia.
¿Soy feminista? No, solo soy nieta de mi abuela, la que parió bajo el mezquite.
Hoy es mi cumpleaños. De aquí vengo, de aquí soy.
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Todos los domingos voy por mis taquitos con mucha salsa, también puede ser birria, o pancita, eso es lo que más extraño cuando me voy, la comida. Ahora que me vaya tendré que empacar tortillas, salsa... Mi hija se fue hace varios años, se casó con un extranjero, después de todo para eso le pagamos su educación para que encontrara una vida mejor.
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